Clandestina y generosa. Venecia se ha convertido desde entonces en el refugio de los amantes que buscan ocultarse tras las máscaras lujosas de su sofisticado carnaval.
Amparados bajo el espeso manto de la bruma invernal, estas almas recorren libremente las gastadas callejuelas en complicidad con la tenue luz de las farolas...
Sin más preámbulos, este clásico secular levanta sus telones a las nuevas generaciones cargadas de eterna sensibilidad.
Una ciudad surge milagrosamente del mar. En vez de calles, grandes canales por donde galantemente se deslizan embarcaciones de todo tipo y color, induciendo a la estrecha cercanía. Más de un centenar de islotes unidos entre sí por pétreos puentes forman una intrínseca red que evoca esplendores pasados.
Al llegar al aeropuerto Marco Polo, en Tessera, comienza una nueva e ineludible odisea: el cruce en vaporetto de la laguna que separa a Venecia del continente. Estos taxis marítimos, con revestimiento de madera impecablemente barnizada, navegan, apacibles, entre numerosos veleros que despliegan un sinfín de banderines multicolores.
Semejante espectáculo maravilla y, a medida que la ciudad se acerca, como por arte de extraño encantamiento, comienzan a divisarse a lo lejos las fachadas de edificios cuyos pórticos surgen fusionados con el agua. El sol de la tarde tiñe a la ciudad de un dorado tenue, logrando convertir este momento en perfecta bienvenida. Próximos a desembarcar, el vaporetto es amarrado a un embarcadero de ensueño.
Una escalinata de mármol, flanqueada por dos imponentes candelabros de hierro, nos conduce a la entrada de un majestuoso palaizo convertido en hotel. Salones adornados con frescos renacentistas y una sucesión interminable de arañas de cristal, dan luz a las exquisitas ninfas esculpidas en mármol que delatan lo innegable, lo increíble: ¡estamos en Venecia! Instalados como reyes y después de una ducha reconfortante, hay que recobrar energías con alguna de las tantas delicias que ofrece la cucina italiana.
Amparados bajo el espeso manto de la bruma invernal, estas almas recorren libremente las gastadas callejuelas en complicidad con la tenue luz de las farolas...
Sin más preámbulos, este clásico secular levanta sus telones a las nuevas generaciones cargadas de eterna sensibilidad.
Una ciudad surge milagrosamente del mar. En vez de calles, grandes canales por donde galantemente se deslizan embarcaciones de todo tipo y color, induciendo a la estrecha cercanía. Más de un centenar de islotes unidos entre sí por pétreos puentes forman una intrínseca red que evoca esplendores pasados.
Al llegar al aeropuerto Marco Polo, en Tessera, comienza una nueva e ineludible odisea: el cruce en vaporetto de la laguna que separa a Venecia del continente. Estos taxis marítimos, con revestimiento de madera impecablemente barnizada, navegan, apacibles, entre numerosos veleros que despliegan un sinfín de banderines multicolores.
Semejante espectáculo maravilla y, a medida que la ciudad se acerca, como por arte de extraño encantamiento, comienzan a divisarse a lo lejos las fachadas de edificios cuyos pórticos surgen fusionados con el agua. El sol de la tarde tiñe a la ciudad de un dorado tenue, logrando convertir este momento en perfecta bienvenida. Próximos a desembarcar, el vaporetto es amarrado a un embarcadero de ensueño.
Una escalinata de mármol, flanqueada por dos imponentes candelabros de hierro, nos conduce a la entrada de un majestuoso palaizo convertido en hotel. Salones adornados con frescos renacentistas y una sucesión interminable de arañas de cristal, dan luz a las exquisitas ninfas esculpidas en mármol que delatan lo innegable, lo increíble: ¡estamos en Venecia! Instalados como reyes y después de una ducha reconfortante, hay que recobrar energías con alguna de las tantas delicias que ofrece la cucina italiana.